Una, a su edad, y con lo que lleva visto, cree ya poco o nada en la justicia. Me refiero a la Justicia con mayúscula. Ésa a la que imaginas con los ojos vendados, la balanza tan recta como un número primo, la túnica impoluta, las manos transparentes, y cada intervención, organizada con la pureza y gravedad de un rito. La que hace que la noche siempre tenga su día, hunde barcos, levanta tempestades, sólo baila su propia sinfonía, gobierna sobre un ángel milenario y duerme, se diría, en el alma de un viejo manuscrito.
Ayer, mediando julio, como un mazo de plata que golpeara el estío, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó que la sentencia que a raíz del caso Sogecable apartó a Gómez de Liaño de la carrera judicial estaba tan viciada como el aire que usted y yo respiramos. Que no era presumible que los jueces que entonces le juzgaron fueran independientes, ni imparciales. Que hubo daño moral, y que se vulneraron derechos esenciales. Eso dice Estrasburgo, que no sabe de cuotas o propinas, de conservadurismos o progresos, intereses, palancas o estofados.
Leo que España es la parte condenada, y celebro que Europa le ponga otro final a nuestro cuento. Me alegro por un juez crucificado al que no permitieron defenderse por razones de empresa, o más bien de tinglado. Me alegro por un juez que no podrá dejar de serlo nunca y morirá vistiéndose la toga que pretendieron anudarle al cuello. Porque gracias a un nuevo – y no contaminado – veredicto, hoy tendrá, la Justicia, siquiera un horizonte en que poner los ojos, y no serán sus pasos como pasos perdidos. El juez tenía razón y lo injusto fue el juicio. Ahora, el indulto, que lo pidan ellos.