¡Dios mío, qué estrés! Qué acento agudo sobre los pliegues del entrecejo. Cuánto tardan los autobuses del día a día, y con qué chirrido de gozne se detienen ante la puerta de tu abrigo o bajo el techo de tu paraguas. A la oficina, siempre se llega cinco minutos tarde, cuando alguien te busca o te encuentra la prisa. Te tomas un café para enchufarte al mundo. Algún colega te pregunta, o casi, por dónde vas del cuento. Si viajas a Madrid próximamente, si ya te has divorciado del tabaco.
Los dioses del reloj y el sacrificio se han hecho sus altares, cuelgan de tus paredes. La piedad va mandándote mensajes desde todas las caras que te miran con algo parecido a la derrota. Cómo no ver en ellas la sonrisa más falsa. Si no la estupidez, el sufrimiento. O un humor agitado y contagioso. Una mano tendida que remueve el vacío. O el eco de un proyecto irrealizable. Ese ovillo de lana con que tejes y tejes el árbol misterioso de la vida. Y ese golpe de viento que nunca lo acaricia. Que unas veces lo agita y otras veces lo arranca.
Cuando busco a los otros, cuando a solas murmuro, cada vez que tropiezo sin saber si camino, cuando olvido las llaves de mi espacio en el viento o descubro la boca donde dije “adelante”, o me pongo a mí misma a la sombra de un válium, sé que ya queda menos para el acto supremo de volverme imposible como un truco de magia. A veces, por la noche, yo también cierro el grifo. Le digo al corazón que se relaje. Que afloje, que no insista, que me deje. Es, como el mar, un niño que se calma cuando le obligo a ver pasar las olas y a dejarlas morir sobre la playa.