No paran, los científicos, de confirmarnos lo que ya sospechábamos. Dicen ahora los investigadores suecos, que no siempre hacen honor a su fama, que la tendencia sexual tiene una traducción en la conformación del cerebro, o, más propiamente, que la estructura del cerebro determina las inclinaciones sexuales. Yo tengo que confesarles que, aun agradeciendo a la ciencia sus aportaciones, no consigo que el hallazgo me sorprenda. Más que nada porque siempre he entendido que en eso consiste precisamente la homosexualidad: alma de mujer en cuerpo de hombre, o viceversa.
A una antigua compañera mía del Liceo Italiano le preguntó un día nuestro rijoso profesor de ciencias naturales, tratando de sacarle los colores, qué es lo que a su novio le gustaba más de ella. La pobre respondió que «il cervello». Como era de esas guapas que sólo lo utilizan para desenroscar el pintalabios, la clase entera estalló en una sonora carcajada. Yo también me reí. Y sin embargo, creo, estaba aquella joven en lo cierto, porque lo hermoso de ella, en todo caso, era su «nonchalance» y su frescura. Lo bien que se encontraba metida en ese cuerpo.
Lo que sí me sorprende, y nunca dejará de sorprenderme, es que el cerebro, esa máquina de pensar, ser y sentir, tenga la fuerza de imponer sus normas a otras leyes de la naturaleza, y hasta a la lógica del instinto. Que resuelva a su favor todas las causas. Y que haga de nosotros, de nuestro corazón y nuestro sexo, un mero escaparate, un envoltorio frágil y a menudo engañoso, un armonioso o inhábil instrumento. Si de verdad hubiera espejos mágicos, lo que veríamos en el fondo de ellos no sería nuestro aspecto, sino el alma. Que ya ha escrito Punset que es el cerebro.