Recuerdo a Antonio Gamoneda de cuando vino a Bruselas. El Instituto Cervantes oficiaba de médium y, para su jardín de las musas, se había traído de España a unos cuantos magníficos poetas con los que compartí – privilegios, supongo, de escribir a distancia – micrófono y manteles. A cambio de unos versos, nos llevaron de cena. A Antonio lo recuerdo caminando a mi lado. Preguntando y andando despacito. Explicando algún hecho como quien ya lo entiende. Quizás no fuera cierto, pero yo lo recuerdo tomándome del brazo.
Me quedé, de aquel hombre, con sus cejas pobladas. Las tiene Antonio hirsutas como el bigote de las espigas. Y con la sensación de que hay una pobreza, una costumbre flaca de trabajos al uso, despierta como el ojo de una estrella, digna como la suela de un zapato, terca como la noche y como el agua, que vuelve cada poco y cada siempre a posarse en un párpado encendido, a brincar la pared de una oficina, a vestirse de azul para el estreno y a inventarse su propio abecedario. Me he quedado, del hombre, con esa pulcritud del hombre bueno.
Pero el Premio Cervantes se lo han dado al poeta. Y allí estaba el poeta, soñando merecérselo. Me alegro de su triunfo porque hay algo en sus versos que se ha ganado a pulso lo abierto de una puerta. Que se merece un tiempo «habitado por madres», aunque sea tarde y cruja, como un hueso, la nieve. Me gusta Gamoneda entre la sed y el vino. Me lo imagino limpio, planchado para el traje, tal que en su propia foto de ese día, recogiendo el respeto y la sonrisa, los besos, el aplauso, la abundancia, como una fruta elástica y madura… y la justicia, al fin atravesando su «corazón, temible en la dulzura».