Se ve que a Jordi Pujol lo de ser un jubileta ni le gusta ni le cuadra, ni le mola, ni le peta. Se ve que está hasta «les boles» de andar echándose siestas, o de pasarse las tardes haciendo punto o calceta, y hasta el mismísimo gorro – o barretina, o barreta – de no estar donde se cuecen las políticas monchetas, y en resumen, que dispuesto a no quedarse a dos velas en materia decisoria (que aquí no hablamos de pelas), ha decidido sumarse a la marcha callejera que, con la mira aparente, razonable y hasta excelsa, de exigir que destituya, Zapatero, a Magdalena, recorrerá Barcelona pidiendo la independencia.
Esta faceta activista de la nueva Convergència ha de tener a don Jordi en notable efervescencia, pues nadie, cuando mandaba, lo vio jamás o recuerda pateándose las Ramblas codo a codo con Esquerra, coreando sus consignas o apuntándose a su guerra, abominando de pactos con no lejanas derechas y poniéndose las leyes y el «famous» «seny» por montera. Lo que le pasa a don Jordi es que el Oriol no le medra, no le come, no le duerme como don Jordi quisiera, y, con su gran perspicacia, ha de haberse dado cuenta de que hay que darle al chiquillo algún juguete con ruedas, qué sé yo, un coche oficial, un ministerio de Hacienda, una liga para él sólo o una Game Boy de fronteras. Por un hijo, ya se sabe, hace un padre lo que sea.
Por mi parte, les confieso, para serles muy sincera, que me llena de alborozo que don Jordi vuelva a escena. La última vez que le vi fue envuelto en una bandera – junto a Marta Ferrusola – y retozando con ella. Aunque eso fue en el teatro, y esta vez, como es de veras, quizás me ría un poco menos, de pura vergüenza ajena.