España es en sí misma una aventura capaz de ofrecerte, a cualquier hora y gratis total, todas las sorpresas, emociones y riesgos de un buen parque temático. No necesitas montarte en una montaña rusa, ni en el túnel del miedo, ni en la lanzadera espacial, para darte un balón de adrenalina. De erizarte hasta el último cabello ya se encargan las mafias, que sin recargo te sirven la juerga a domicilio, y para provocarte ligeras taquicardias se bastan los chiquillos, que con un par de copas te sacan sin remilgos la navaja.
Está guapa, la calle. Me siento a media tarde en un café de Ibiza y acabo presenciando una carrera: pasa un muchacho negro corriendo como un corzo con una riñonera, y a distancia otro blanco que parece su dueño, y que al poco regresa, por supuesto sin ella. Nunca se nos dio bien el atletismo. Luego cambio de costa y de entrada me advierten que hay siete querubines que juegan a atracarte en el paseo, a plena luz del día y sin que mueva nadie una pestaña. La gente saca un bate si le rozas un faro. Hay, flotando en el aire, no amor, sino veneno. ¡Y lo que nos espera, con el paro!
Las familias se mudan de los chalés a pisos. Las señoras procuran salir acompañadas. Ya no puedes quitarle la mirada a tus hijos. Si ves una agresión, una paliza, un robo, una infracción o un accidente, aconseja el Gobierno y la prudencia alzar los hombros y pasar de largo. Con balas que te cosen el ombligo, puñaladas traperas, conductores suicidas, y esta especie de noria de la muerte en que se han convertido las más tenues esquinas, el dinero ya huele a guardaespaldas. Vivir aquí en España empieza a parecerse a la aventura de no saber, siquiera, si uno vive en España.