Por pocas cosas entregaría yo la vida, y una de ellas es la libertad. Sonará a discurso oportunista, o a oda romántica, pero les aseguro que entiendo mal la capacidad de algunos seres humanos para el cautiverio indefinido, y en cambio no me cuesta meterme en la epopeya, en la no alternativa de los héroes. Que hay tinieblas peores que la muerte lo saben muchas tapias y este bicentenario. Lo sabían, sin duda, el alcalde de Móstoles y el pueblo de Madrid, doblemente valientes. Porque no basta con tener agallas: lo más duro es tener que «demostrallas».
Hay quien piensa que esos antepasados nuestros que se sublevaron contra el ejército francés lo hicieron con las tripas, y acaso equivocándose de enemigo. Y que la libertad que defendieron era una esclavitud a la española, hecha de sus costumbres y miserias. Puede que eso sea cierto, pero algo parecido nos pasa desde siempre a las personas: que queremos ser libres, pero para elegir a cuáles reglas, a qué fidelidades, certezas, paradojas, doctrinas, dependencias o amores someternos. Todos somos vasallos, pero el señor, que nadie nos lo escoja.
Hace dos siglos, a lo que se ve, los españoles deseábamos cadenas que sonaran a hierro de nuestras propias fraguas, amos tan campechanos como nuestras tabernas, brumas hechas de nácar y barquillo crujiente, corralas, abanicos, garbanzos, relicarios, toreros y condesas, cigüeñas, campanarios… La España de los pícaros buscones, y la de las sonoras redondillas, y la de los chiflados a caballo, y la del agua va y ¡ay del que viene! «Pasión por la libertad» fue el lema, ayer, de una de las celebraciones del dos de mayo. Nos ha merengao. No iba a ser pasión por la «liberté».