Leo en la Voz de Galicia que unos científicos de la Universidad de Stanford han encontrado la manera de detectar el Alzheimer, o el muy probable riesgo de padecerlo en el futuro, con un simple análisis de sangre. Conozco la enfermedad de cerca porque la vi tragarse la memoria, y con ella el alma, de mi tata Felisa, que murió para el Registro con casi un siglo de edad, pero se fue mucho antes del amor, la palabra, la costumbre y la vida a esa oscura y flotante nebulosa que tanto se parece a los atrios del Limbo. Hizo allí muchas guardias, sin entender siquiera lo que estaba esperando.
Ignoro si el diagnóstico precoz de esta forma implacable de demencia es una puerta abierta a la esperanza o el inicio de múltiples calvarios. Leo también que ya existe un tratamiento para ralentizar su desarrollo. Pero, de curación, de salvamento, nadie se atreve a hablarnos por ahora. Si a mí, pongo por caso, me dijeran mañana que mi sangre contiene proteínas que arrasarán mi mente en cosa de seis años, creo que me sentiría tan presa del destino, que hasta esos pocos años perdería. Sería como un guerrero vencido por el peso del oráculo.
Somos, o vamos siendo, una base de datos aleatoria. No lo que hemos vivido, sino lo poco o mucho que interesadamente recordamos. Cada cual con su criba y su innato proceso selectivo. Seríamos eternos, de poder emigrar a un disco duro. Pero hay algo en nosotros intensamente frágil, íntimo como un sueño, perfectamente humano, injusto y caprichoso como ese dado que es nuestra memoria. Limpiándola de bucles y de espinas es como sol a sol sobrevivimos. Tenemos, uno a uno, nuestro propio pasado. Lo demás o es mentira, o es Historia.