Ya era hora de que cayéramos en la cuenta y de que muchos, los más, pusiéramos el grito en el cielo. Se han unido, a través de un manifiesto, las notas que faltaban, para decir con todas sus corcheas que el español es nuestro, y salvarlo del odio y de la quema. No porque sea un idioma sin futuro – sucede justamente lo contrario -, sino porque hay quien quiere cegar sus manantiales allí donde nació tenaz y caprichoso, como un son espontáneo, como un don de comercio, igual que una canción o una costumbre. Bueno, aquí lo llamamos castellano.
En algunas comunidades autónomas, nuestra lengua común se percibe, y se trata, como un torpe adversario. Se alienta su desprecio, se fomenta su olvido. Y a través de esa nueva frontera de ignorancia, surgen la incomprensión y el desafecto, la conflictividad de lo distinto, que estalla en una guerra artificiosa donde los ciudadanos, con palabras que arañan, se sienten vencedores o vencidos. Quizás sea tarde cuando el buen sentido, la auténtica razón de cualquier habla, despierte de su viaje hacia el abismo y nos pida la paz y la palabra.
Si usted, como español, se respeta y se acepta, salga a por nuestra lengua: la encontrará en la calle. Compartiendo su voz con voces parecidas, mezclándose con ellas como la luz y el aire. Apadrine su acento, cultive su elegancia, téjala con su aguja, álcela con sus manos, póngasela a sus hijos en la boca como una fruta fresca o como un vino añejo, dígale que no es digna de vivir entre rejas, permítale jugar en los jardines, échela a navegar por las orillas, tatúesela en el pecho y escójala en el baile de pareja. Recuerde, cuando lo haga, que está sencillamente en su derecho.