La telebasura

La telebasura

Cualquiera puede hacerla: lo grueso siempre es fácil. Observen, si no, a los digamos caballeros, y digamos señoras, que en los platós del ramo tienden sobre su mesa de operaciones a los famosos de siempre, de turno o de pega para, unas veces con su connivencia y otras sin ella, hurgarles en la herida fingida o abierta, o coronarles, a modo de diagnóstico, con hipótesis, dudas, cornamentas, desgracias, mezquindades, calumnias. En los platós que digo, se cruzan las tijeras como si fueran plumas y vuelan las vergüenzas como si fueran trapos.

Los llaman del corazón, pero esos programas viven de otros misterios que laten más abajo. También los llaman «realities», cuando ni siquiera tienen, o al menos no del todo, el sencillo, pero indudable, atractivo de la verdad. Los llaman rosas, pero a veces son negros como un recordatorio funerario. Lo que pasa en la tele siempre parece falso y ya previsto. Pero a veces ocurre que se apagan las luces y nadie grita «corten». Y un ser de carne y hueso, pongamos que Svetlana, se sale del guión o del trapecio, y aterriza en algún telediario.

Dicen – quienes lo dicen – que esos productos se hacen porque venden. Porque la gente llana los consume. Son la versión masiva de la antigua corrala. La gente no es feliz – piensan algunos – si no critica, insulta y despelleja. En su elegante y póstuma Tercera, concluía Fernando Fernán-Gómez que hay cosas más hermosas que ganar (un partido), aún en el Campo de las Calaveras. Como el amor, la caridad, la Historia… A mí esa última frase me gustó y me entretuvo. Y si aún no lo sabemos, me parece que es hora de aprender que se puede, y que se debe, saciar el corazón de otra manera.
Laura Campmany