Que me perdonen la retórica, la dialéctica y la gramática (eso que en la Edad Media se denominaba “Trivium”), pero voy a escribir este artículo al modo en que se habla ahora en las tabernas, en los despachos, en los foros y hasta en los hemiciclos, o sea, como se habla en la calle. Ya habrán ustedes observado que en España se cuidan poco las formas, y todo se nos vuelve sal gorda, lo mismo en la crítica que en la apología, y lo mismo en la salud que en la enfermedad. Como el lenguaje no deja de ser una forma, no iba a salir ileso de esta orgía.
Les comento. La gente ha perdido la sana costumbre de referirse a las cosas directamente, por lo que es, o era, la gracia de su nombre. Se inunda una barriada y el damnificado de turno te explica que lo que son los muros, y lo que son los muebles, han quedado destrozados por lo que es el agua, que, desbordándose de lo que es el río, ha penetrado en lo que es la casa. Uno, con un poco de lo que es paciencia, consigue entender lo que es el mensaje, pero se queda lo que es estupefacto.
Porque hasta hace no tanto, los ríos eran ríos, a secas. De alguna manera, les atribuíamos el don de su propia existencia. Pero en el marco de nuestra actual idiosincrasia, y con relación al ámbito en cuestión, nada es nada, por así decirlo. El asunto, filosóficamente hablando, en sinergia con otros fenómenos y de cara a futuros desarrollos, tiene algunas consecuencias que deberíamos analizar a fondo. Por si resultara que lo que viene siendo el ciudadano español se estuviera volviendo, definitivamente, lo que es completamente gilipollas.