El beso

El beso

Cada vez que, por junio, llega a España el verano, se me llena la boca de círculos antiguos, y el crepúsculo rosa, de un amargo recuerdo, que tiene, de imborrable, que al menos es más dulce que el olvido. Y voy del desamparo a las cerezas, porque todas las cosas en que he estado metida, la plenitud, la noche, o mi padre muriendo, me han ocurrido siempre a muchos grados, y tienen la textura de los besos. El primero, si es cierto, si viene precedido de un rubor de manzanas, de un perfume a impaciencia compartida, te arrastra hasta el principio de la vida, te lanza hacia la estrella más lejana, y te otorga un poder desconocido.

Quién no ha usado sus labios para aspirar la hondura, llevándolos al borde de una fuente, dejándolos caer en una piel cercana, honrando un pan caído, absorbiendo con ellos el tacto de la seda, deshaciendo la flor de una aspirina, hundiéndolos, febriles, en la almohada, o buscando hondonadas y colinas, o mordiendo pañuelos o palabras. Uno es sólo la historia de sus besos, que es donde todo cuento comienza y se termina. Quizás la juventud consista en eso: en abrirse a otras lenguas, en beber de otras aguas. Antes, cuando mi mundo era un misterio, al terminar un libro, lo besaba.

Y luego, claro, está el último beso. Acostumbra el poeta a dárselo a la luz de la mañana. Es un beso de amor desguarnecido, paciente, refractario, generoso, unívoco, mortal, sin esperanza. La entrega es tan entera, que quizás veas el alma salírsete, desnuda, por la boca. En ese beso extremo, oficiamos el último intercambio. Es el más indecente, y también el más puro. Uno se lo imagina intangible y alado. Con él, uno se lleva lo que ha sido, y se deja lo poco, o lo mucho que ha dado.
Laura Campmany