Últimamente, la llegada de las fiestas navideñas se percibe, más que en el despliegue de luces, en una especie de síndrome colectivo cuyos síntomas más visibles son la glotonería y el despilfarro. A mediados de diciembre, nuestro apetito no sólo aumenta, sino que se transforma en un monstruo exquisito, como un Gargantúa que saciara su hambre a base de espumas, o un Pantagruel iniciado en los secretos de la deconstrucción. Y como los comerciantes, tan fieles practicantes del carpe diem, aprovechan el momento para subir los precios, al atracón, inexorablemente, se une el atraco.
El problema, este año, es que llueve sobre mojado. A modo de aguinaldo, el tradicional y entrañable encarecimiento de los productos de lujo por estas fechas completa y remata ese milagro económico a la inversa que es la multiplicación del precio de los panes, el vestido y el transporte. O sea, de los bienes básicos. Y, a mayor gloria de nuestro endeudamiento, del precio de las hipotecas. De forma que, con un poco de buena voluntad, estas Navidades alcanzaremos desde la nada las más altas cimas de la miseria.
Parece, también, que durante las Fiestas habrá en nuestras calles unas cuantas bandas de ladrones consumados o en ciernes revoloteando en torno a los cajeros automáticos y dispuestos a ayudarnos a pasar por el ojo de la aguja. Como esas bandas están formadas en su mayoría por delincuentes extranjeros, y en concreto rumanos, a lo mejor ignoran por qué beben los peces. Van llegando en racimos desde Italia, que empieza a recelar de su natura, y han hallado en España su ventura. Fieles a nuestro humor hospitalario, no sé si no tendríamos que ir poniendo algún atracador en los belenes.