Los melindres de la canciller alemana ante las efusiones táctiles del presidente francés me recuerdan a “la decente”, ya saben, el personaje de la obra de Mihura que Gustavo Pérez Puig se ha traído, intacta de sorpresa y de frescura, al Teatro Príncipe y al siglo XXI, para arrancarle al patio una sonrisa. La decencia de Nuria, que es la protagonista, acaba siendo absurda como cualquier virtud que se lleve al extremo. No por eso carece de sentido: si no existe el divorcio, si amas a otra persona, si odias el adulterio, por fuerza has de cargarte a tu marido.
Se conoce que la Merkel, como la ingenua Nuria, aborrece la promiscuidad. La señora es decente y protestante, y piensa seriamente que, aunque Sarkozy la ama – según hemos sabido -, eso no justifica el toqueteo. Lo curioso del caso es que haya decidido poner fin a un problema tan liviano mediante una protesta diplomática. O sea, que aquí la dama es capaz de iniciar un desencuentro, provocar un conflicto en las altas esferas, y hasta romper el eje que hoy por hoy mueve Europa, por un quítame allá esas largas manos. “Frau” Angela me gusta, pero se pasa un poco de decente.
Vivimos en una sociedad donde lo anecdótico escandaliza, admira o interesa más que cualquier tragedia “vera e propria”. Que si Julián Muñoz sale del trullo, que si Ingrid Bethancourt no se ha cortado el pelo, que si Obama se va a ver a su abuela… La decencia, sospecho, está hecha de principios que confunden el culo con las témporas. Hay algo absurdo en mantener las formas, y también en dejar de mantenerlas, en un mundo podrido donde eres hombre muerto a poco que lo anuncie la Camorra. Y eso es quizás lo que nos cuenta Mihura, ese gran soñador de paradojas.