Si los cuervos hablaran, como lo hacía – con no poca arrogancia y desparpajo – aquel muñeco chulo llamado Rockefeller, dirían que hoy está el cielo más negro que sus alas. En España, los cuervos ya no son un poema. Esas bandas de albano-kosovares venidos de otras guerras y guerrillas, esos hombres helados, astutos e implacables que ni sufren ni sienten, han encontrado aquí su lugar y su tiempo, su bandera y su patria, y en el medio de un jueves nos deshojan con deshumanizada disciplina, haciendo de las plácidas afueras una novela negra, o un Chicago años veinte.
Yo no sé a ustedes, pero a mí esos tipos me dan más miedo que la muerte. Cada vez que oigo o leo de lo que son capaces para entrar y robar en una casa, me acuerdo con terror de esa novela, «A sangre fría», en que narró Capote su visita al Infierno. A la alegre pareja de asesinos sin causa la tengo yo clavada donde no puedo verme. Donde el asco se torna escalofrío. Donde casi me vuelvo peligrosa. Y es que, de la maldad, lo que me insubordina y estremece es esa piel viscosa, como de pez o rata, que cubre a quien la ejerce como un acto baldío.
Esos tipos, ahora, le han abierto por gusto la cabeza a José Luis Moreno, que dicen que convierte en oro lo que toca, aunque, también se dice, administra con celo los milagros. Le han robado la bolsa y no sé si la vida. Nadie pudo impedirlo y nadie impedirá que esos u otros ladrones, poco o nada enguantados, entren en otras dachas a convertir un sueño en pesadilla. Como el «sheriff» está de vacaciones, no se sabe muy bien quién nos defiende. Te sale un politono, si llamas al Estado. Y se ve que en el pueblo (global) ya nos han visto la cara de corderos degollados.