Hablaba Edurne Uriarte, en su columna de ayer, del montaje periodístico emitido hace días por una televisión belga en el que se recreaba con pasmosa verosimilitud la secesión de Flandes. Según el ficticio reportaje, los flamencos del Norte, que ya dijo Jacques Brel que no sonríen cuando bailan, acababan de proclamar la independencia. No de un pueblo invasor, sino de sus hermanos valones, con los que al parecer el chocolate, tan dulce en otros tiempos y otros congos, hoy prefieren tomárselo de espaldas.
Los hábiles realizadores del programa, émulos de Orson Welles, consiguieron escenificar el simulacro con indudable maestría. El rey había tenido que abandonar el país. Un avión aterrizaba en Charleroi porque el aeropuerto de la capital, situado en zona flamenca, le denegaba el permiso. Las tropas tomaban las carreteras. Hasta ahí la realidad virtual. Que en la otra, la de carne y hueso, se tradujo en un colapso telefónico, equipajes de urgencia, desplazamientos intempestivos y creo que algún amago de infarto. Bonita, y prematura, inocentada.
En Bélgica, al día siguiente, no se hablaba de otra cosa. En los kioscos, entre vecinos, en las peluquerías… Para ser una broma, la gente la encontraba “un peu trop lourde”. Porque se parecía sospechosamente a un futuro posible en el que la identidad de muchos, la riqueza de algunos y el bienestar de todos se vendría abajo como un castillo de encaje. Y Bruselas, la ciudad bilingüe y compartida, ejemplo de internacionalidad y concordia, se convertiría en un campo de minas. Uno más en el mundo, otro pie sin cabeza. Reírse es una forma de salvarse, pero no están los hornos para bromas pesadas.