Hubo un tiempo, dicen, en que los jóvenes atenienses tenían cosas mejores que hacer que asaltar las comisarías de policía o, armados de vallas y contenedores, destruir las vitrinas de los comercios, las silenciosas farolas o los vehículos aparcados, para protestar por la muerte – no sabemos si brutal o accidental – de un muchacho. Y hubo un tiempo, doy fe, en que en la plaza Schuman de Bruselas, frente al Consejo Europeo, no se daban cita catorce terroristas desquiciados, dispuestos a morir por dioses zurdos y a manchar otra vez el calendario.
A estos chicos helenos, como a los etarras, como a los dementes de Al Qaeda, hay quien los llama violentos. Es una curiosa manera de meter en el mismo saco a los gamberros y a los asesinos. Pero creo que, quizás sin proponérselo, quien define a este tipo de personas por su fácil recurso a la violencia está identificando la madre del problema. Porque hay una frontera, sólida como un muro indestructible, entre quienes resuelven sus conflictos a tiros o a pedradas y quienes, pese a todo, mantienen la cordura. En eso sí que el hombre se divide en dos razas.
No entiendo la violencia, aunque he tenido tratos con la ira. Sé que es como un caballo que levanta las manos, que relincha, protesta, cabecea. La ira es esa llama que hay que encender al borde de las olas para que el aire puro la avive y la consuma. Sacarla de su propio laberinto antes de que madure y se atrinchere. Algún día entenderemos, casi sin darnos cuenta, que la violencia no sólo es idiota, sino profundamente desgraciada. Si no nos asustara, nos daría vergüenza. Lo amargo es que parece un sacrificio. Lo triste es que no sirve para nada.