La secesión

La secesión

En Europa, las reivindicaciones independentistas son el pan nuestro de cada día. Bélgica, que es donde vivo mientras medie un guión – o un rey – entre los belgas, se pasea estos días por el filo de la secesión. En muchos comercios se están recogiendo firmas en defensa de una unidad que, en el fondo, todos salvo los políticos desean. Pero hay quien vive de tensar la cuerda y, mientras ésa sea una «dolce vita», será casi imposible que avancemos. Ocurre lo de siempre: por cada Calatrava que te construye un puente, hay un hermano tonto que lo cierra.

También los españoles, tan dados a matarnos sin razón aparente, andamos en debates rupturistas y en pleno subebaja de banderas. Dice Pujol, que como buen tendero suele tener trucada la balanza, que está creciendo el mutuo hartazgo entre España y Cataluña. Ignoro en qué consiste su rampante fatiga, pero sé ya hace tiempo que la mía nace en la imposición del sectarismo, espuma en la ovación a la estulticia, bebe en una política excluyente, se nutre de recelos y desplantes, aumenta cuatro tallas por propuesta demente y hace pesas en tanta hipocresía.

Separar de un Estado un territorio tiene un precio muy alto, casi, casi invisible. Las rosas de un divorcio al alba son espinas. ¿Qué haremos con la casa? ¿Quién se queda los muebles? Yo, cuando me imagino a un compatriota – pongamos a algún miembro de mi familia catalana – aterrizando en Madrid con pasaporte, o a mí misma pidiendo «a glass of water» en el hermoso pueblo de Gerona donde brotó mi sangre como el agua, siento un indescriptible desaliento. Si siente usted lo mismo, no se me haga el inerte cuando llegue el momento. Salga, mire, compare, piense y vote.
Laura Campmany