Me van los lectores a perdonar, pero el pasado viernes se murió Paul Newman y una, que no es piedra, no puede escribir de otra cosa. Tenía ese hombre los ojos de un azul tan profundo, que no había forma de desazularlos. Cuando se le formaban como dos comisuras, llegabas a creer que sonreían. La primera vez que lo vi en el cine, siendo yo adolescente, aparecía unos segundos, al final de la película, haciéndole un guiño al público. Hubo, en aquella sala, suspiros, lipotimias y desmayos. Hay veces que uno quiere meterse en la pantalla, como en «La rosa púrpura de El Cairo».
A las cuarentonas, que le vimos en todo nuestro esplendor, y desde luego en el suyo, se nos ha ido algo más que un objeto bien fabricado. Aunque parezca idiota, siento que hemos perdido mucho más que el color de una leyenda: un modo de avanzar sabiendo adónde, un tejado con vistas al deseo, la dulce juventud, un as de picas, un golpe magistral, un tierno hoyuelo, una provocación, una promesa, un premio, un semidiós, un arquetipo. Es como si al David de Miguelángel le diera por romperse de repente.
Si se ha muerto Paul Newman, es que todo es posible. Deja, claro, su historia, sus planos y su vida. Yo creo que no era actor, sino otra cosa. Como siempre era él, he olvidado los nombres de sus cien personajes. Era Newman con cartas o a caballo. Era Newman buscando una salida. Tan hermoso y viril, que no me atrevo ni a llamarlo guapo. Él sabría, por dentro, cómo se lleva a cuestas un amor colectivo. Quizás fuera su cruz, y la cargó con hombro masculino. Era, de entre mil hombres, ése al que una mujer escogería. Lo siento, caballeros, pero más que un varón, era un destino.