Rafael Azcona estaba y no estaba, pero qué nuestro era. Le vi en una entrevista hablando de los novios que iban a besarse a los andenes, fingiendo una amorosa despedida. Contaba que una noche se puso a contemplar a las Perseidas y se acabó cayendo, pero no de la luna. Escuchaba a su padre cantar mientras cosía y me dije a mí misma: se le nota. Me lo imagino al lado de un cielo amanecido, cruzando las tinieblas por lo llano con un hambre de flores y sardinas, y un libro suficiente y cariñoso abriéndose de luces en sus manos.
Todo lo que narraba era sencillo y cierto. En sus historias de paredes blancas se iban comprando pisos el amor y el olvido. Se iban entreverando el hambre y la vergüenza, la anécdota y el humo, la ternura y el drama. En su flexible mundo, las madres despertaban a sus hijas con un alegre trino de zarzuela, y las niñas llevaban en los ojos esa rumba civil de un «ay, Carmela». Nos hablaba de rotos y zurcidos. Azcona, a sus personas – que no eran personajes -, les daba siempre un sueño: un refugio, un indulto, un cochecito.
Era un hombre de a pie, de los que no compiten por alfombras, portadas o laureles. Se preparaba él mismo el desayuno. Se inventó a un pobre hombre condenado a dormir con su verdugo. Ése era su talento: amar lo que sin duda despreciaba, hacer de la verdad un sincero argumento, ponerle a cada quien su razón, su palabra. ¿Será mucho decir que si hay cine español es porque fuiste? Fabricaste un espejo con agua turbia y clara. Fue España menos áspera contigo. Todo lo que escribiste se sostiene, porque lo hiciste bien, como un amigo. Y no te toco más: nos lo prohibiste. Porque «los muertos no se tocan, nene».