Como recuerdan ustedes, hace mucho y no hace tanto, dijo don Pedro Zerolo, ese gran hombre de Estado, ese Faro de Occidente, ese nuevo Carlo Magno, que él le debe a Zapatero – sobre el salario y el cargo que tan dignamente ocupa con perfil nada sectario – la ventura indescriptible de una cascada de orgasmos. Los de su amigo Rodríguez no son los únicos, claro, que ha disfrutado Zerolo en estos últimos años. Su marido, al que debemos dedicar un fuerte aplauso, durante el mismo periodo le ha provocado unos cuantos, pero ésos, mucho me temo, no nos están reservados a los tristes españoles que ni salimos ni entramos. Los que sí están al alcance de todos los ciudadanos y ciudadanas de España son los otros, los orgasmos que provoca Zapatero cuando le dejas el mando. Ésos sí que a todas luces merecen una «laudatio», porque una cosa, señores, es un deleite privado y otra cosa muy distinta, un orgasmo democrático.
Ya me imagino a Zerolo, a estas horas, dando saltos, pues si los polvos aquellos le han tenido encandilado, hechizado, enardecido, exultante y extasiado, sin caber en sí de gozo y a las nubes transportado, qué arrobamiento, qué clímax, qué catarsis, qué arrebato no han de causarle los lodos de este segundo mandato. Y tomen nota, señores: para tener un orgasmo no hace falta una pastilla, ni salirse del armario, ni hojear el Kamasutra, ni explorar el sado-maso. Basta, y aun sobra, sospecho, con subirse a un escenario y bailarle el chiqui-chiqui al partido más votado, enderezarse el tupé y echar las piernas por alto. Pues como dijo Zerolo, anunciara Pepe Blanco, las encuestas presagiaran y las urnas refrendaron, a Rodríguez Zapatero le funciona el aparato.