París no es una fiesta, y eso que está que arde, pero no precisamente de ron tostado, amor candente, estufas al rojo, noches en llamas, candilejas al viento, hojas en ascuas o fuegos artificiales. Bueno, a lo mejor los fuegos sí son un poco artificiales. Se han sublevado los jóvenes de la periferia, ese lugar donde siempre hace un poco más de frío, y eso que tienen donde caerse vivos, y algunos trenes de cercanías, y su pan cotidiano, y sus liceos tricolores, y su confort de bolsillo, y hasta pasteles, y hasta libros de compañía.
Los jóvenes franceses que han protagonizado los recientes disturbios no son muy pobres, o no demasiado, pero son infelices. Desde que aquella frase tan gozosa, contradictoria y estúpida del «prohibido prohibir» sopló tanto en el viento que penetró en la vida, ser joven significa luchar por lo imposible: la igualdad absoluta como razón de Estado. Quieren una cultura superior para todos, y eso es algo en sí mismo irreprochable. Pero también ocurre que una cierta cultura, que no te cuesta más que los dos ojos, sólo le abre el «boudoir» a sus amantes.
Detrás de esos incendios hay algo más que insania, diversión o barbarie. También hay algo más que pura economía. Hay un modo concreto de entender el trabajo y su estipendio, la persona por dentro y su fachada, la materia esencial de los derechos, la cruda realidad y la fantasía. El conflicto, sospecho, tiene poco que ver con los diplomas. Tiene más de ansiedad que de consuelo. Es más bien el hartazgo de habitar para siempre en las afueras, convertido en humor e ideología. Quizás porque el más suave purgatorio parece una desgracia a las puertas del cielo.