Entre las cuestiones que Mariano Rajoy tuvo que contestar el jueves por la noche en el programa de Televisión Española, las hubo casi amables, las hubo impertinentes y las hubo furiosas. Es sorprendente que tantos españoles estén convencidos de que nuestro verdadero problema radica en que la oposición discrepe de las políticas del Gobierno y se atreva, en lo que algunos consideran el colmo de la insidia y la arrogancia, a sacar a la calle el descontento. Me pregunto si a ratos se preguntan qué será de nosotros cuando un hombre gobierne y no haya ni una voz que se le oponga.
Así como sobraron argumentos, faltaron, a mi juicio, compromisos. Ése, por ejemplo, que nos dejara dicho y rubricado que, en el caso improbable de ganar las elecciones generales, el PP tratará de devolver a sus justas medidas el peso parlamentario de los partidos nacionalistas. Es cierto que la ley electoral no puede ni debe modificarse sin un amplio consenso. Pero nada hay de malo en tratar de buscarlo, si ya es más que evidente que las reglas no sirven y es toda una nación lo que está en juego.
También eché de menos una defensa más decidida, más puesta a predicar con el ejemplo, de la lengua española frente a quienes se empeñan, desde instancias que pecan de estatales, en reducirla al ámbito privado. Dijo Rajoy que a él lo que le interesa es que los españoles aprendamos bien el inglés, y luego el castellano, y luego, si se tercia, algún habla vernácula. Con el orden no puedo estar de acuerdo: podemos hacer viajes a la lengua de Shakespeare, pero somos la lengua de Cervantes. Por más que en esta España hamletiana, «to be or not to be» sea ya «the question».