Conocí a Loyola de Palacio en Bruselas, siendo ella vicepresidenta de la Comisión Europea. En aquellos años de su enérgico exilio, cada vez que mi padre venía a visitarme, llamaba a Loyola. Eran buenos amigos, de ésos que nunca se esquivan. Él solía invitarla a cenar en «Comme chez soi», pero no a solas, sino en familia. Ana les acompañaba cuando sus obligaciones se lo permitían, y mi madre, el euroyerno y servidora, lo mismo pudiendo que sin poder. En Madrid, se sumaban mis hermanos. También estamos todos en esta despedida.
Yo la admiraba desde hacía tiempo. Me atraen como imanes las personas nobles, honradas y capaces. Pero si encima son inteligentes, si te echan una mano en la cocina, si saben escuchar cuando les hablas y sólo se les nota que gobiernan el mundo en un leve chasquido de los párpados, entonces me cautivan para siempre. Con ella me ocurrió lo predecible. Que un buen día el respeto se convirtió en cariño. A su agenda, que casi le explotaba, le hizo un par de agujeros para oírme unas rimas. En eso, como en todo, era una reina.
Cuando me enteré este verano de su enfermedad, sentí el impulso de escribirle una carta. Sólo para pedirle que luchara con ganas. O para convencerla de la falta que hacía. O para que creyera en lo azul de un milagro. Y, bueno, simplemente que supiera que en todos sus problemas y quehaceres, desde mi poquedad de humilde funcionaria, la quería y la quiero. Porque aún estaba en flor para morirse, porque no era mujer para suspiros, nunca se la mandé. Me temo que ya es tarde para decirle nada. Y que a nuestra Loyola, nuestra amiga adorable, acaban de enterrarla como si hubiera muerto.