Nos creíamos que el dinero, o sea el parné, la pasta, guita, costilla o morusa, vaya, lo que se dice el money money “cantante” y sonante de la famosa canción movía el mundo y hasta las caderas de las sílfides, y ahora va resultar que nones. Que por muy poderoso que sea don dinero, por más que venga a morir en España (y, actualizando la letrilla, sea en Ginebra enterrado), por más que rebote como una pelota desde Moscú a Marbella y desde Atenas a Edimburgo, lo que de verdad hacer girar el planeta es el carcaj de un angelote cegato.
A Europa la raptó Júpiter con dos astas en la frente (y un más reciente «hasta aquí hemos llegado») para llevársela a los huertos de Creta, que no a la Bolsa de Londres. El Dios más disipado de la mitología se disfrazaba de cualquier cosa, lo mismo de lluvia de oro que de cisne, para aparearse con las hembras de su capricho, ya fueran diosas, semidiosas o mortales, sin importarle las divinas broncas con las que luego Juno, su despechada y vengativa esposa, pudiera abrumarle. Pero con Europa echó el resto, porque a ese toro blanco – ni hecho a propósito – lo dejó convertido en un corro de estrellas.
Según las más frescas y recientes estadísticas, la primera causa por la que los europeos trasladan su residencia a un Estado miembro distinto del de su nacionalidad no es la ambición económica, ni la promoción profesional, ni la curiosidad, ni la investigación, ni el clima, ni los precios, ni el interés por las lenguas, ni el floklore, ni el aprendizaje, sino «l’amour». A ése no hay quien le restrinja los fluidos. Ése sí que no entiende de fronteras. Después de sospecharlo tantas veces, al final va a ser cierto que el amor es el único viaje.