Al ministro de Justicia, el caballero Bermejo, no se le antojaba digna la vivienda que otrora habitara la ex ministra de lo mismo, también conocida como la Trujillo. La casa que digo, al parecer, tenía en algún lugar más de una mancha, y cuando no se le levantaba el pavimento era porque se le desensamblaban las coyunturas. En tal estado de abandono se hallaba, y tan grave era ya el menoscabo, que no hubo de justicia sino poner manos a la obra, y recomponerla de cabo a rabo hasta dejarla lozana como ella se merecía, con lo que quedó enderezado el entuerto, y muy satisfecho nuestro hidalgo.
Pero ocurrió que, como los azulejos, aunque tengan nombre de ave del paraíso, y las tarimas, por muy flotantes que sean, ni crecen en los árboles ni acuden solos a colocarse donde más falta harían, fue menester echar mano de las arcas públicas, que con razón tienen fama de moza del partido, y sacar de ellas unos doscientos cincuenta mil euros, que por lo bajo equivalen, para entendernos, a unos cinco millones de maravedíes. Sólo que fue el dispendio a conocerse, y hubo quien lo tachó de despilfarro.
Ni lo piensen vuesas mercedes. Y que no nos venga ahora la Trujillo de marras a decirnos que la mentada vivienda hallábase en perfecto estado, que a lo mejor es que ella, con el mucho ejercicio que le daba el ministerio, estaba «sudada y algo correosa», y por eso no echó de ver que la casa en que vivía traía visos de pocilga. Porque de todos es sabido que en asuntos de dignidad va de Pedro a Pedro lo que de una Dulcinea de cuota a un noble y esforzado caballero. Y entiendan, si es que pueden, que no por defender a los cuitados le va a uno a gustar menos el dinero.