Por supuesto que no hay que olvidar, que luego, ya saben, va la Historia y se repite. No hay que olvidar que los conflictos nacen de una escasez, o bien de un mal reparto, y de un imperativo de existencia que es más fuerte que usted y las palomas. Por muy accidental que nos parezca, no hay desastre que no tenga su heraldo, su viga que ha crujido, su alarma que ha saltado, su zumbido inquietante, su sentido confuso, su propio y perezoso «lo pensaré mañana». La vida siempre avisa, como saben los gatos. Lo que ocurre es que a veces le rompemos las cartas.
No hay que olvidar, y nadie lo ha olvidado, que en España tuvimos una guerra que dejó, más o menos, ese millón de muertos que contó Gironella, y no sé cuántos miles de exiliados. Pregúntenle a cualquiera con un pasado a cuestas. Les hablará de ruidos, detenciones, paseos, delaciones, registros, hambre, miedo, venganza…. Se hacía justicia a golpe de rencor y escopeta. En las noches sin luna, se moría o se mataba. Y en aquella antropófaga contienda, en esa gran moneda de dos caras que habría salido cruz cayera de la forma en que cayera, los que sobrevivieron a la muerte ya vieron, y no olvidan, cómo baila.
No hay que olvidar que el odio es miserable, y entierra su cosecha al pie de una cuneta o al borde de un camino. Deja nombres sin amo que son, dichos mil veces, como una verde rama, o el más conmovedor de los poemas. Habrá que recordar que el perdón siempre es hijo de alguna primavera, y no hay hueso que valga la paz y la palabra. Yo creo que quienes cruzan el puente de una guerra son, por definición, seres que algo han perdido. Y que mirar de frente, hacia la vida, es justo lo contrario del olvido.