Es lo que le decía la ministra Jiménez a la ministra Chacón hace poco en los pasillos del Senado, de tú a tú pero a micrófono abierto. Y sí que estamos buenas las mujeres, y no precisamente por nuestras curvas perfectas. Todavía sometidas, a lo largo y ancho del planeta, a algo muy parecido a la esclavitud, y susceptibles, en el llamado mundo civilizado, de ser despachadas al otro barrio con sello exprés por el novio celoso, iracundo o borracho de turno, que a lo visto pasa bastante de la ley de igual da.
Así las cosas, lo último que se les ha ocurrido a las mandatarias de cuota para ayudarnos a defender nuestra dignidad es promover otra ley que nos permita, tras hacer uso de una irresponsabilidad sexual más digna de una noche que de un tiempo, deshacernos de las posibles consecuencias del coito como quien se libera de un ardor de estómago, de una pesadilla o de la resaca del tabaco: sin receta y al día siguiente, que es cuando uno echa cuentas. Es decir, lo de siempre: la muchacha en la plaza y el muchacho, de campo.
Buenas estamos, si a lo que el Gobierno nos invita es a jugar con nuestro cuerpo, subastarlo a dos céntimos la fiesta, lanzarlo a una pasión intrascendente como un yo-yo que luego, con la ayuda de náuseas y pastillas, seguramente volverá a enrollarse. Y a usarlo con descuido adolescente, sin consejo, criterio o experiencia, sin padres que le acoten el camino, sin sumas y con restas, con tan sólo el instinto por pretexto. Mal servicio nos prestan algunas feministas. Porque la libertad sí que no es esto.