Ni que decir tiene que la flamante Ley de Igualdad ha venido a colmar todas mis aspiraciones feministas. Ventajas de la era zapatera. Ahora sí que en España los hombres y las mujeres o, mejor dicho, las mujeres y los hombres (las damas, primero) vamos a hacer carrera al margen del encaje que tengamos, la tela que manejemos, la estopa que repartamos, la lana que cardemos, las aguas en que bebamos o los paños que usemos. Como arrasan el lila y la mezclilla, todo a medias y punto. Se acabaron las restricciones de género.
Encuentro sencillamente portentoso que un hombre crea tanto en nuestras capacidades gestoras y gubernativas como para obligar a los partidos y a las empresas a reservarnos en su mesa el cuarenta por ciento de ese exquisito manjar que, dicen, es el poder. Claro que si creyera un poco más, a lo mejor no nos lo serviría por decreto. Una podría pensar que a la verdadera igualdad se llega por el hecho y el derecho, y no a través de una especie de impuesto. Y aun recelar de un hombre que ordena que mandemos. Lo mismo es que ha pasado lo de siempre, y hay que «chercher la femme».
La ley, por lo demás, es razonablemente generosa. Alarga los permisos parentales y aumenta los subsidios por maternidad. Dice Cándido Méndez, la simpleza hecha nombre y apellido, que esta ley nos sitúa a la cabeza de las sociedades europeas. Eso es mucho decir. En Austria, como en Suecia o Luxemburgo, las mujeres reciben casi un sueldo por criar a sus hijos. Y no suelen morir acuchilladas. Pero a partir de ahora nos verán con envidia. Porque esto sí que mola. Porque ya estamos hechas unas socias, y a lo tonto ya vamos en las listas.