Cuando empecé a fumar, allá en mi adolescencia, soñé que mataba a una persona. Que le cortaba un dedo y lo envolvía en una tela gruesa, como de arpillera. Que abría, de noche, una especie de nicho en un muro encalado. Que dejaba allí el dedo. Que luego, no sé cómo, taponaba el boquete. Que al hacerlo, la náusea me vencía. Que ya no había cadáver, sino sólo ese dedo. Un dedo emparedado en mi propia conciencia. Un dedo impertinente, temerario, maldito. No sé por qué razón, hace sólo unos días, de nuevo en sueños, lo he desenterrado.
Al poco de cumplir los treinta y cinco años, soñé que se me caía una muela. Teniendo en cuenta que aún conservaba, íntegra, la dentadura, era extraño notar cómo de pronto, en la imaginación, sólo en mi pensamiento, se me abría una zanja al borde de la lengua. Me quedé tan tocada, que busqué en Internet significados. Como creo más o menos en las tesis freudianas, me puse a descubrir que soñar con perder muelas o dientes es signo de inminente senectud, anuncio de erosión, heraldo de fatiga, premonición simbólica del cráter de la nada.
He soñado a menudo con casas que se expanden, selvas que me devoran, escaleras que crecen, ciudades sumergidas, aviones sin destino, torres que se derrumban y gatos que me arañan. Cuando murió mi padre, soñé que estaba vivo. Sueño de vez en cuando que lo tengo muy cerca. Que es como un humo blanco que casi se condensa. Que su voz y el rocío se parecen en eso. Que ahora que ya no fumo, se me posa en los labios. Que son, almas y cuerpos, vasos comunicantes. Y que son como puentes, nuestros sueños. Y que hay uno en el medio de la vida. Y que acabo, señores, de cruzarlo.