¡Pobre Zapatero! En su actuación televisiva del pasado lunes, la camisa, literalmente, no le llegaba al cuerpo. A lo mejor era un truco del realizador. Como bien saben los expertos en imagen, en tiempos de zozobra conviene presentar a los dirigentes con aspecto demacrado, para que se les note el sin vivir y se les trasluzca la preocupación. Tampoco la corbata le llegaba al cuello, y eso que en algunos momentos se le vio casi ahogado. El público se dirigía a él como “señor Zapatero”, saltándose el Rodríguez a la torera, no sé si para obligarle a bajar de las nubes o para dejarlo a la altura del betún.
Y vaya preguntitas. De las que dan en el blanco. Si no fuera porque todos sabemos que es imposible, pensaríamos que habían sido escogidas a mala leche para no dejar ni un resquicio a la retórica, ni un refugio al sofisma, ni una almohada al ensueño. Pobre Presidente. Él empeñado en machacar el mensaje de la confianza, que se traía almidonado, en fumarse la pipa de la paz, con la que casi se atraganta, y el pueblo a lo suyo, que no es el viento. Steven, mi sobrino, lo habría expresado con juvenil contundencia: “déjate de rollos y larga trapo”.
Pero lo impresionante fueron las caras. Esos rostros duros, tensos, con que los ciudadanos formularon sus preguntas cargadas, y esos rostros incrédulos, perplejos, irónicos o cabizbajos, con que escucharon las respuestas vacías. No eran las caras de la moneda, sino del paro y la incertidumbre, de la necesidad y el hartazgo. La calle, con sus ruidos, estrecheces y sumas. Decía Quevedo que a Don Dinero “gatos le guardan de gatos”. Y que no hay, sin escudos, escudos. Yo he visto con mis ojos, la otra noche, que caras se pagan con caras.