Al monstruo de Amstetten, ese otro José de nuestra biblia infinita, le han condenado los tribunales austríacos a cadena perpetua. Y no por su falta de castidad. Pasará recluido el resto de sus días en un penal para enfermos mentales donde no habrá más puerta sellada que la que conduzca a su propio sótano interior, al recuerdo de sus propios pasos, al abrazo de su propia tiniebla, al asesinato de su propia sangre, a la violación de su propia humanidad. No sé qué podrá hacer, a partir de ahora, con su sobrante veneno. Espero que probarlo.
Hay casos, como éste, en que la cadena perpetua se me antoja breve y liviana, como una aspirina efervescente. Porque, al igual que un infierno no se puede apagar con el rocío, hay tenazas, sevicias y torturas que no destruyen sólo a una víctima exacta, a un pobre corazón con ansias y suspiros, sino a la especie toda, eso que todos juntos armamos como un nido, nuestra frágil y firme conciencia colectiva, nuestra subliminal tela de araña. En un mundo divino y paralelo, un monstruo de esta clase cargaría con su horror eternamente cada vez que un dios justo clareara.
Lo interminable aquí no es el castigo. Ése no durará más que unos años. Lo inabarcable, elástico, infinito es la carne inocente del cordero, sus súplicas, sus gritos. O su desesperanza, más larga que las curvas del espacio o del tiempo, o el dolor, esa extraña sinfonía hecha, como una crisis, de miles de agujeros. Lo perpetuo es la pulpa que te deja en los labios esta fruta viscosa, agusanada, que brota, y consentimos, en el ancho camino o sus recodos. No me inspiran piedad las manzanas podridas. Allí donde aparezcan tendremos que arrancarlas, precisamente porque son de todos.