Hace tiempo, dijo en una entrevista Luis Aragonés que él ya no quería que le presentasen más gente, porque ya tenía todos los amigos que deseaba. Suena hosco, pero es una manera como otra cualquiera de darle, a la amistad, la dulce intimidad que se merece. Yo no sé cómo va a digerir ahora que un pueblo entero, entre caña y caña, quiera darle la mano, aplaudirle, besarlo, piropearlo, mantearlo, atravesar su muro de pudor y silencio, abrirle la sonrisa y decirle que gracias. Que gracias por habernos hermanado en esta redondez de un mismo sueño.
Nunca imaginé que vería a nuestra selección nacional ganar un gran torneo, y encima haciendo un fútbol elegante y con garra. Que acabaría aprendiéndome varias alineaciones y banquillos, y arrojándole besos a una fría pantalla. Que me ahorraría los tópicos y quejas de costumbre, y que me sentiría seriamente orgullosa de tanta juventud y esfuerzo a la española. De una bandera que se ve flamante, como si los balcones la estrenaran, como si patinara por el cielo, como si regresara exultante y hermosa de la más colosal de las batallas.
Dudo que nadie dude de que España en el campo era un equipo, y detrás de ese equipo había una fuerza, pero también un croquis y una táctica. Salvo en la inspiración de Pirandello, es el autor quien crea los personajes. Ellos, los jugadores, han estado soberbios, pero yo, con la venia, hoy me quito el sombrero ante ese caballero de rostro impenetrable, mirada cejijunta y cabellos de plata que los puso a jugar como sabían, que los hizo instrumento de una misma esperanza, y nos deja en los labios el sabor de la gloria. Me callo lo que opino de cómo se lo pagan.