Era una canción pegadiza, con su historia en voz baja de viejos pesimistas y su estribillo alegre, insaciable, impaciente. Era como un clamor que venía del pasado con un paso acolchado de rubor y desgana para pararse en seco, para girar de pronto hacia la libertad y hacia el presente. Se trataba de estar todos de nuevo sentados a una mesa recién aparejada donde cupiera un rey emocionado, Carrillo sin peluca, un Adolfo valiente, un Roca positivo, un Arzallus amargo, los fragores de Fraga, la pana de Felipe, aquellas gay-muchachas de melena encendida, y un color de banderas, y en la calle, la gente.
Yo canté esa canción sabiendo lo que hacía. Primero con dulzura, como haciendo una pausa, y luego ya sin miedo – la letra lo decía -, pero también un poco avergonzada por esa prevención, esa cautela, ese ponerle un «sin» a la esperanza. No sé si es lo que Jarcha pretendía, pero aquella canción fue como el himno del centro reformista y democrático. Teníamos que votar, cada cual a los suyos. Íbamos a aceptar los resultados. Y no había otra salida: teníamos que poder mirarnos a la cara.
Desde aquellas primeras elecciones, desde esa tempestad de papeletas, han transcurrido vidas, proyectos, golpes, trenes, treinta años de debate más o menos caliente y un pacto rubricado de concordia. Así que pasen miles, seguirá siendo cierto que donde sopla el odio, la libertad se apaga. ETA ya está de nuevo cargando sus fusiles, haciéndose preguntas que el viento no responde. Tienen varios comandos pisándonos el cuello. Son el último yugo, la última cadena, los últimos zarpazos de la ira. Y aquella libertad será mentira hasta que no volvamos a cantarla sin ellos.