Vuelo con mucha frecuencia. Cada vez que el avión de turno se dispone a despegar o a aterrizar, miro a mi hija, que suele sentarse a mi derecha, y me santiguo. Es un gesto instintivo, con el que le pido al Dios de las turbinas, que está hecho de recursos, disciplina y prudencia, que al menos ella llegue sana y salva a destino, y los demás, a ser posible, también. Sé que si ocurre algo sólo tendré unos segundos para lamentar haberla embarcado en ese viaje a ninguna parte, y para despedirme, en forma de fichero condensado, del precario escenario de la vida.
El avión de Spanair con destino a Canarias no consiguió elevarse hacia las nubes y cayó como un pájaro con las alas quebradas. Debió de hacerse entonces una noche muy negra, como de polvo y tinta, como de azufre y lágrimas. Habrá quien haya muerto sin pensarlo, como una mariposa en una hoguera, pero también hay casos que son, en un minuto, una historia de amor casi contada, como una suite francesa, como espléndidos soles, como una planta de naranja lima. Y otros casos tan tristes como el cuento que habla de un despertar y un dinosaurio.
Una pasajera, víctima del accidente, suplicó a un bombero que trataba de rescatarla que salvara primero a su hija. Antepuso, a sí misma, lo que seguramente más amaba. Cualquier mujer, supongo, haría lo mismo, pero hay algo tan hondo, tan ciego, tan antiguo, y tan conmovedor e inexplicable, en esa improvisada y radical permuta, que cuesta no creer que en las estrellas sí existen cinturones que nos salvan. A lo mejor ocurre que empezamos justamente donde otros se terminan. La niña aún está viva y su madre está muerta. Aunque he soñado haberla conocido, yo sólo sé que se llamaba Amalia.