Somos, en un planeta de «ubúes» furibundos, los únicos que callan. Nos hemos vuelto tan blandos, tan silenciosos, tan balbucientes, tan educados, tan de manual de la buena ciudadanía, que somos el blanco de todas las iras, como ese niño tonto y bueno en que la clase entera desahoga su equis, su ecuación no resuelta, lo endeble de su fácil arrogancia. Somos la vieja estatua que un demente patea, la rosa desmayada que un enfermo deshoja, el palacio de invierno que una chusma saquea, las ruinas de una impávida muralla.
Va el Rey a Cataluña, y le recibe el ruido de cuatro pelagatos que no saben qué hacer con una foto. Viaja el Rey a ciudades que son desde hace siglos españolas, y Marruecos estalla en un incomprensible griterío, como si la miseria de sus calles, la corrupción, la esclavitud y el frío del miedo a señalar a los culpables fueran cosa del próspero vecino. Como si España fuera la boca de su herida. El Rey visitó Ceuta porque Ceuta es su casa, y luego fue a Melilla con la misma sonrisa, sin salirse ni un ápice de nuestro estricto y necesario mapa.
Que Chávez, ese Stalin bananero, insulte a Aznar – y no deje ni hablar a Zapatero – en una Cumbre Iberoamericana dice mucho de la talla del líder venezolano, y me temo que también de la nuestra. En este – Castro dixit – Waterloo ideológico, quien pierde es quien aguanta. Por eso saltó el Rey. Por eso no se anduvo con respetos, filípicas o encajes. El «¿Por qué no te callas?» debiera figurar en todos los tratados de oratoria. Ya es famoso en el mundo y, para muchos, casi una esperanza. Menos mal, Majestad, que hay hombres como usted que se impacientan, callan a un dictador y se levantan.