No está mal que un periódico se mantenga durante más de un siglo fiel a sus tonos y principios. Que lo haga aunque el régimen, o los vientos, o la impaciencia soplen en dirección contraria. Si uno es cristiano, debe proclamarlo aun bajo el diente del león, de igual modo que si uno es subversivo debe serlo pese a todos los índices. Al verdadero estoico se le conoce en la adversidad, igual que a Sócrates se le conoce en la cicuta. Ninguna ideología es tan respetable como la que se proclama sin miedo, y a ser posible sin ira.
Tampoco está mal que un periódico sea crítico sin caer en la furia o la arrogancia. Que acoja en sus huecos la convicción profunda, la defensa legítima, el reproche sereno. Que festeje, como si no entendiera de colores, la música más nueva o al poeta contrario. Para decir las cosas, para poner los puntos sobre las íes, no es preciso armar ruido ni emplumar a algún alguien. Tampoco me parece necesario alimentar un círculo vicioso, o hacer como si el otro no existiera. Importa la manera. Se conoce en la voz al caballero.
Y hasta tiene su morbo que un amigo de ésos que nunca se habían asomado a estas páginas me comente que se está aficionando a leerlas porque, tal y como baja la tinta, encuentra un inesperado placer en degustar una prosa sin nervios. En frecuentar un diario que permite a sus columnistas expresar las más diversas opiniones y les exime de la obligación – tan triste como rentable – de hacerlo airadamente. A mi amigo se lo están conquistando, me cuenta entre pipa y pipa, los periodistas del ABC. Como él los llama, “esos liberales tranquilos”.